Por Alejandro Wall
El amor que por estas horas llega desde Bangladesh a Argentina no nació en 2022, en Qatar. La historia comienza con la televisión de la década de 1980, con México 86 y con Diego Maradona. El partido con Inglaterra, el gol con la mano y su obra de arte total, la segunda maravilla, se celebró como la derrota del colonizador no solo en Bangladesh, sino en toda la península del Indostán.
Hace unos días, Mohammad Rafiqul Haider, periodista de The Daily Naya Diganta, me contó en la zona de prensa del estadio Ahmed Bin Ali cómo todavía recuerda el gol de Jorge Burruchaga contra Alemania en la final del Mundial. Después de Maradona vino Messi, los años dorados del Barcelona. Los hinchas del sudeste asiático aman a los jugadores, son sus objetos de admiración primarios. Son hinchas de Neymar y entonces de Brasil. Son de Cristiano y entonces de Portugal. El héroe individual se convierte en el héroe colectivo. Estos días en Qatar idealizaron a Messi, su obsesión por el último Mundial. Algo de la humanidad del crack se expresa en cada partido. También es una cuestión de cercanía, lo que ven que en Bangladesh, en India, en Nepal. Qatar 2022 unió a los pueblos que fueron colonizados frente a los países que fueron colonizadores, el corte más exacto de este Mundial estuvo ahí, en el sur global.
En Asia Town, a las afueras de Doha, pegada al área industrial en la que viven los trabajadores migrantes —muchos de los que construyeron los estadios y la infraestructura de Qatar 2022—, encuentro banderas argentinas. Entro a una peluquería, hay banderas argentinas. En los locales de ropa, hay camisetas de Argentina. Cuando digo que soy argentino, me dan la bienvenida, posan para la foto. Me gritan Messi, Messi, Messi. Lo que siento ahí, en ese momento, es que somos del mismo barrio. A miles de kilómetros de distancia, con lenguas distintas, culturas distintas, pero habitamos un mismo lugar en el mundo. El fútbol construye el espacio que une a los latinoamericanos con los bangladesíes, con los indios, con los pakistaníes, con los nepalíes. Lo siento también al salir del Education City Stadium, en Doha, junto a la masa de marroquíes con cuerpos que sacan humo del sudor después de ganarle a España, y el salvoconducto en esa salida es que soy argentino. Los marroquíes lo celebran.
El fútbol es la venganza de los pobres, de los menos poderosos. Marruecos puede ganarle y gritarle a España. Los iraníes pueden sentirse fuertes frente a su gobierno, con sus reivindicaciones, y también frente a Estados Unidos aún en la derrota. El sur no le tiene miedo al norte. Los sudamericanos le hacen frente a los europeos. El fútbol es su reivindicación, el territorio donde les pueden ganar, donde pueden sentirse los más fuertes.
Bangladesh tiene a Messi, que es también tener a Argentina. Y es también sentirse fuerte. Todos los años que pasaron desde Maradona y que transitaron a Messi desembocaron en el primer Mundial árabe. Hay una identidad común, la construye el fútbol pero sobre todo el mundo del que venimos. La construye una confianza. La idea de barrio que tenemos en América del Sur puede ser similar a la que existe en poblaciones del sudeste de Asia. La patria es ese lugar, el fútbol. En Caseros, provincia de Buenos Aires, el barrio donde crecí, el fútbol se jugaba en la calle. Igual que en Kerala, India. Igual que en Daca, Bangladesh. El fútbol hace de esos países una misma patria, un mismo lugar, un territorio de confianza. Así se debe sentir en Nápoles, tierra de Maradona.
Hay argentinos en cuyo imaginario aspiracionista aparece Europa. No está América del Sur, no está el sur global, el mundo más pobre. Se sienten parte de otro lugar. Los argentinos, que ahora armaron hasta un grupo de Facebook para alentar a la selección de cricket de Bangladesh, somos más parecidos a esos hinchas que usan las camisetas celestes y blancas en Qatar sin ninguna marca, por fuera de cualquier acuerdo comercial. Son camisetas que hasta llevan un diseño propio, no forman parte de las que podría usar la selección. En Argentina existe una palabra para esas camisetas, son las truchas. Que no son de la marca original, la que las comercializan, sino que son imitaciones. Lo más impresionante —y lo mejor— de las que visten los indios o bangladesíes es que no son las truchas, las que se pueden comprar en algún lugar de Buenos Aires. Son las propias, las camisetas originales de ellos que solo se consiguen en su país. Y ahora en el Mundial de Qatar. Ya les compré unas de esas a mis hijos.