Bono sobre «Sunday Bloody Sunday»: esta no es una canción protesta

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MÚSICA

Por fortuna, atrás quedaron los tiempos en los que el IRA marcaba -a base de bombas, sangre, violencia y fuego- la agenda política y social de Irlanda y el Reino Unido. Sin embargo, algunos renovados discursos independentistas en las diferentes naciones constitutivas de la Corona (sobre todo en Escocia e Irlanda del Norte) y los atribulados tiempos que corren en el número 10 de Downing Street -con el desfile de tres primeros ministros diferentes en menos dos meses- vuelven a abrir el debate sobre el futuro de la isla de Irlanda. Un debate sobre el que Bono, líder de U2 y activista infatigable, arroja luz y ofrece contexto en «Surrender» (Reservoir Books), un libro de memorias estructurado a través de las canciones de la banda de rock más popular de los últimos 40 años. En las siguientes líneas, todas extraídas del capítulo dedicado a «Sunday Bloody Sunday» (del álbum «War», de 1983), el músico narra cómo fue crecer -personal y profesionalmente- en un país dividido hasta el extremo, en un lugar en el que alguien cómo él podría estar en el centro de varias dianas y en el que posicionarte por la paz podría costarte la vida.

Por  Bono

U2 en el año 1979. Crédito: Paul Slattery.

U2 en el año 1979. Crédito: Paul Slattery.

Una vez Edge nos llevó al otro lado de la frontera con el esbozo de una canción sobre los Troubles, la banda no dejó de animarme a internarme más y más en un terreno peligroso. Creo que tengo una especie de manía perversa cuando me dicen que no haga o diga algo. Es mucho más atractivo para mí. «Sunday Bloody Sunday» no era solo un asunto peliagudo en el sentido de sus evidentes peligros si eras un chico del sur. Era realmente peligroso en el sentido de que, al oírlo, algunas personas deseaban hacernos daño. Personas de ambos lados de la brecha sectaria. Para los irreflexivos unionistas era una traición. Para los irreflexivos nacionalistas y republicanos era una campaña de publicidad, capaz de despertar una sensación de indignación a propósito de esos veintiocho civiles desarmados a los que habían disparado cuando se manifestaban pacíficamente.

La canción llegó después de la muerte por huelga de hambre de Bobby Sands el 5 de mayo de 1981. Sands era un alma poética que argumentaba con su vida que el IRA provisional estaba luchando en una guerra y que los combatientes encarcelados merecían el mismo estatus que cualquier prisionero de guerra, como el derecho a no tener que ir vestidos de presidiarios. No era una petición descabellada, pero quienes la apoyaban parecían olvidar que el IRA no respetaba la Convención de Ginebra. Ni ninguna otra.

Cuando sus protestas en la cárcel pasaron inadvertidas para la primera ministra británica, Margaret Thatcher, Sands llevó su huelga de hambre más allá. Se vistió solo con una manta y se negó a utilizar los aseos. Esta «protesta sucia», en la que los prisioneros pintaron con heces las paredes de las celdas, estuvo entre los momentos más angustiosos de la campaña del IRA para expulsar a los británicos de la isla de Irlanda.

Estos paramilitares no tenían un apoyo mayoritario ni al norte ni al sur de la frontera. Ni siquiera entre la asediada minoría católica del Úlster, y, sin embargo, decidían quién vivía y quién moría en su lucha por reconfigurar el mapa de Irlanda. Aun así, el hecho de que Sands decidiera quitarse la vida a los veintisiete años, después de negarse a comer durante sesenta y seis días, provocó todo tipo de emociones encontradas, incluso a los nacionalistas comunes y corrientes como yo.

Fue más que una simple tragedia. Fue también una muerte que se convirtió en la herramienta más poderosa para recaudar fondos en la historia del IRA, sobre todo en Estados Unidos, donde la banda se sentía obligada a combatir cualquier idea novelesca sobre la lucha armada en nuestro país. En nuestros conciertos y entrevistas, ofrecíamos un relato alternativo sobre la no violencia, en un intento de reducir los ingresos del IRA, sabiendo que este pondría armas y bombas en manos de combatientes que mutilarían y matarían con el fin de instaurar su propia idea de Irlanda. Unos combatientes a los que nadie había elegido y que decidían si un bar de Belfast o de Mánchester era un «objetivo legítimo». O si podían hacer saltar en pedazos y sin previo aviso un desfile de jubilados y veteranos de la Segunda Guerra Mundial.

Sin duda, después de cada nueva atrocidad, en las comunidades más republicanas, la gente se retorcía las manos por la «lamentable pérdida de vidas». Durante una semana o dos… hasta que se aplacaba el furor y volvían a hacer oídos sordos y a aclamar entre gruñidos a «nuestros muchachos». Esta duplicidad enfurecía a la gente al norte y al sur de la frontera. A mí me enfurecía, y eso ayuda a explicar mi desabrida introducción a «Sunday Bloody Sunday» en un concierto en Red Rocks, Colorado, una noche en la que tuvimos mucho más público de lo normal porque se estaba grabando para la televisión del Reino Unido.

Mientras Edge tocaba sus quejumbrosos arpegios bajo la lluvia y Larry hacía su redoble, yo solté: «¡Esta no es una canción rebelde!» con todo el convencimiento que pude reunir.

La brevedad compensó la falta de elocuencia. Parecía el momento oportuno para proclamar que no estábamos dispuestos a que nuestra canción se utilizase para prolongar el sufrimiento de gente inocente como la que había perdido la vida o a sus allegados ese oscuro día de enero.

Estos paramilitares no tenían un apoyo mayoritario ni al norte ni al sur de la frontera. Ni siquiera entre la asediada minoría católica del Úlster, y, sin embargo, decidían quién vivía y quién moría en su lucha por reconfigurar el mapa de Irlanda.

Esa versión nos llevó a lo alto de las listas de discos más vendidos con el LP en directo Under a Blood Red Sky y también a lo alto de la lista negra de los simpatizantes republicanos. Las cosas en casa ya no volverían a ser iguales para nosotros.

La banda nunca subrayó su condición de irlandesa. A mí cada vez me frustraba más cómo lo irlandés parecía haber sido secuestrado por el movimiento republicano, un movimiento que creía en la restauración a la fuerza de un país único en la isla de Irlanda. Un movimiento que empezaba a apropiarse de generaciones de anteriores agitadores y luchadores por la independencia, así como del legado de poesía, canciones populares y folklore cuyos autores no habrían querido tener nada que ver con esos pistoleros. Para mí, ser irlandés no tenía nada que ver con ser protestante o católico. Algunos de los mayores revolucionarios contra el dominio británico eran protestantes irlandeses, desde Wolfe Tone hasta Maud Gonne o Roger Casement. Mi padre era católico, pero él tampoco se tragaba la retórica de esos supuestos luchadores por la libertad.

–Yo soy católico –me decía–. Y te aseguro que la división de nuestra pequeña isla tuvo mucho más que ver con mantener Harland & Wolff en la unión que con proteger a los protestantes. Querían conservar los astilleros y el lino. El sur solo aceptó la frontera bajo la amenaza de la guerra que hizo Lloyd George, pero, a pesar de todas las injusticias, estos pistoleros no representan una mayoría en ningún sitio en esta isla, ni al sur ni al norte de la frontera.

»No hagas caso de sus tópicos –añadía, antes de recitar uno de sus versos heroicos de Seán O’Casey (solo que no era de Seán O’Casey, se lo había inventado)–: «¿Qué es Irlanda más que la tierra que impide que se me mojen los pies?».

Además, él mismo se había casado con una mujer de «otra comunidad». Decía medio en serio que todos los países eran mentira –«son historias que nos contamos unos a otros»– y se mostraba suspicaz con respecto a quién controlaba el relato.

Dicho esto, le impresionó verme en el escenario en las Montañas Rocosas haciendo una performance en la que rasgaba la bandera irlandesa. A menudo me lanzaban banderas irlandesas en los conciertos, y a veces les arrancaba el naranja y el verde y la convertía en una bandera blanca en un intento de apoyar la no violencia. Más tarde empecé a recalcar que la bandera blanca era una imagen de rendición espiritual, pero, por ahora, nos permitíamos una especie de pacifismo militante.

A menudo me lanzaban banderas irlandesas en los conciertos, y a veces les arrancaba el naranja y el verde y la convertía en una bandera blanca en un intento de apoyar la no violencia.

Todas estas explicaciones no siempre eran populares en Irlanda, y cada vez más gente ponía en cuestión nuestro patriotismo. Algunos tardaron en darse cuenta. Dos años después, en un concierto en Croke Park, en el Unforgettable Fire Tour, en 1985, volví a hacer lo de cortar la bandera y a una parte del público no le gustó. Después de la actuación, el coche en el que íbamos Ali (Alison Hewson, esposa de Bono desde 1982) y yo se quedó atascado en una callejuela de Dublín y estalló una violenta pelea a nuestro alrededor; enseguida empezaron los golpes en la parte de arriba del coche y los gritos en apoyo de los violentos. Un joven desencajado, con el puño envuelto en una bandera tricolor, intentó romper el parabrisas al lado del rostro de Ali. Lo que se rompió fue otra cosa. Éramos peces en una pecera y las pirañas al otro lado del cristal habían sido fans de U2 solo unas horas antes. A finales de los años ochenta las cosas estaban cambiando para U2 en Irlanda. Por un tiempo había sido como si fuésemos el equipo nacional que volvía a casa con la copa. Todavía éramos los héroes locales, pero los ánimos habían cambiado un poco. En el mundo fuera de U2, los años ochenta se percibía como una lucha por el alma y el tamaño del país. La frontera se fue interiorizando cada vez más, la isla se volvió más tribal. Ni la mezcla de orígenes sociales ni nuestras teologías individuales encajaban con facilidad en ninguna de las tribus.

En una entrevista en Hot Press, Gerry Adams, el líder del Sinn Féin, tuvo el valor y la ingenuidad moral de cuestionar la lucha armada que él y su partido habían apoyado, cuando no dirigido. En el mismo artículo eligió el aromático verbo «apestar» para describirme. Como juicio sobre mi higiene personal, ya se sabe que quien bien te quiere te hará sufrir, pero, como insulto, envió una tácita señal a los republicanos más empedernidos de que yo era, y no hay otra palabra para decirlo, un mierda. Para los que ya estaban cabreados porque la oposición de U2 a los paramilitares (de todo tipo) había costado al IRA financiación muy valiosa en Estados Unidos, esto era una señal polémica para sus simpatizantes en aumento, algunos en los medios, para expulsar a U2 de su elevada posición nacional. Sobre todo al cantante.

En la práctica, nos habían aconsejado que aumentásemos nuestra seguridad después de que secuestraran a un dentista adinerado, al que habían cortado la punta de dos dedos y las habían enviado para pedir el rescate. Cuando la Special Branch vino a vernos, sin embargo, predijo que Ali era un objetivo más probable. Eso aún me molesta por todo tipo de razones.

La profunda esperanza de la banda es que algún día Irlanda vuelva a ser, por medios pacíficos y democráticos, una Irlanda unida. Irónicamente, pensamos que el mayor obstáculo es el modo en que los paramilitares usan las ofensas como armas.

U2. Crédito: Paul Slattery.

Crédito: Paul Slattery.

***

Me encanta ir a Irlanda del Norte. Para la banda, uno de los puntos culminantes de cualquier gira es el concierto que damos en Belfast. Nos encanta Irlanda del Norte, por su humor patibulario. No será por falta de cadalsos, eso seguro.

Después de hacer de teloneros para Squeeze en 1979, nos invitaron a una fiesta después del concierto, todo muy alegre, hasta que unos soldados británicos nos rodearon e hicieron parar el coche. Un oficial, con un acento norteño inglés muy marcado, nos ordenó poner las manos sobre la cabeza y nos pidió que nos quedáramos delante de una tapia.

–¿Qué llevan en el maletero del coche? –preguntó.

La respuesta fue equipaje caro, en la forma de nuestro bajista, Adam Clayton, que había estado brindado con los peatones cada vez que se abría el maletero del coche… Sin darse cuenta de que en Belfast un maletero abierto puede ser el escondite utilizado por un francotirador, no un karaoke.

Como no aprendimos la lección, esa noche nos alojamos en Belfast, en el hotel Europa, que tenía fama de ser el hotel que más atentados había sufrido de Europa: treinta y tres veces. Todavía éramos adolescentes, por lo que estábamos emocionadísimos de estar en un hotel de verdad, uno cualquiera. Paul McGuinness estaba en el bar cuando cogimos sus llaves en recepción, subimos a su habitación y la desmantelamos. Envolvimos el televisor con las sábanas, pusimos los muebles patas arriba y escribimos un mensaje con espuma de afeitar en el espejo del baño: «Sabemos dónde aparcas el coche». Supongo que creímos que a Paul le haría gracia, y, si no, seguro que apreciaría que sus clientes imitasen sofisticadamente las bromas de las estrellas de rock en habitaciones de hotel. Nunca lo sabríamos. Media hora después, cuando habíamos devuelto la llave a recepción e intentábamos disimular la risa, fuimos con él al bar y vimos que un completo desconocido llegaba y pedía esa llave. Habitación incorrecta. Nuestras más sinceras disculpas a quien fuese.

Si vas a bromear sobre asuntos serios, lo menos que puedes hacer es tener el punchline adecuado.

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«Transigir» es seguramente una de las palabras más infravaloradas del diccionario. Si la esencia del Acuerdo de Viernes Santo en 1998 fue la igualdad del sufrimiento, solo fue posible porque, mucho antes, se convenció a los extremistas de ambos bandos de que considerasen la posibilidad de transigir. En el Acuerdo de Viernes Santo todos ganaron porque nadie perdió.

Hay grandes palabras de la lengua inglesa que son muy aburridas, y algunas de las más románticas pueden ser de las más inútiles. La palabra «paz», por ejemplo, carece de sentido sin un contexto.

u2. Crédito: Patrick Brocklebank.

Crédito: Patrick Brocklebank.

***

En 1997, Tony Blair y Bertie Ahern fueron elegidos para ocupar los más altos cargos del Reino Unido y de la República de Irlanda e intuyeron que tenían el mandato de sus respectivos electores de intentar conseguir una paz duradera en Irlanda. El senador George Mitchell, que era el enviado especial del presidente Clinton, se convirtió en el encargado de presidir las negociaciones de paz que vinieron después. Participaron ocho partidos políticos diferentes de Irlanda del Norte, tres de ellos ligados a grupos paramilitares (dos unionistas, uno republicano); los dos partidos principales eran el Partido Unionista del Úlster (UUP), liderado por David Trimble, y el Partido Socialdemócrata y Laborista (SDLP), con John Hume a la cabeza. David Trimble arriesgó su reputación entre la comunidad protestante más tradicional que había jurado no negociar jamás con terroristas. Hume vivió por la «no violencia» y, en unas cuantas ocasiones, estuvo a punto de morir por esos principios tan elevados.

Muchas caras desconocidas merecen reconocimiento por su compromiso, pero desde el punto de vista de U2, John Hume fue el Martin Luther King de los Troubles. Hume también ideó la cooperativa de crédito en Derry, que ayudó a los católicos con la vivienda en Irlanda del Norte, todo un desafío, ya que hasta 1969 solo los propietarios podían votar en las elecciones locales. En agosto de 2020, cuando falleció, escribí un micropanegírico para el oficio religioso en la catedral de St. Eugene en Derry:

 

Buscábamos un gigante y encontramos a un hombre que hizo que nuestra vida fuese más grande.

Buscábamos superpoderes y encontramos claridad de ideas, bondad e insistencia.

Buscábamos una revolución y la encontramos en las salas de la parroquia con té, galletas y reuniones a última hora de la noche bajo los tubos fluorescentes.

Buscábamos un negociador que entendiera que nadie gana, a no ser que todos ganen y pierdan algo y que la paz es la única victoria.

Uno podría pensar que habría un apoyo masivo a un acuerdo de paz por parte de gente de a pie que solo quería vivir su vida libre del apartheid religioso que se estableció en Irlanda. Pero la amargura puede ser difícil de escupir, así que cuando tuvo lugar el referéndum de 1998, el voto estaba muy reñido. Se hizo famoso un cartel en el ayuntamiento de Belfast, en manos unionistas: «Belfast dice no». (En Navidad tuvieron el detalle de añadir una E y una L: «Belfast dice Noel»). No era gracioso, pero sí lo era. Como el voto joven no se veía claro, tres días antes nos pidieron a U2 que actuásemos en el Concierto por el Sí, junto con la banda de Downpatrick Ash. Estábamos encantados, pero solo accedimos con la condición de que los líderes de los partidos opositores subieran al escenario y se diesen la mano. Y otra cosa (que sonaba aún más improbable): que ni el líder del UUP, David Trimble, ni el del SDLP, John Hume, hiciesen ninguna declaración.

Pedirle a un político que reúna a una multitud y no diga nada era como pedirle a un cómico que suba al escenario y no cuente un chiste. Los dos se quedaron perplejos. Nos pareció que el simbolismo iría más allá que las palabras y además les avisamos de que cualquier político que hable en un concierto de rock se arriesga a que lo abucheen. Eso sería incómodo, así que los dos hombres aceptaron subir, uno por la izquierda y otro por la derecha, y en un momento que explica por qué John Hume y David Trumble ganaron después el Nobel de la Paz, se estrecharon la mano unos tres segundos. Cuando me adelanté para alzar sus manos en el aire, ignoraban que estaban copiando el lenguaje visual de una fotografía de Bob Marley de 1978, tomada cuando dos políticos rivales –Manley y Seaga– subieron juntos al escenario en Kingston, Jamaica, por el miedo a la violencia que envolvía a aquella isla. De nuevo, la fotografía cristalizó algo, una imagen mucho más poderosa que mil palabras.

Faltaba un largo camino por recorrer hasta la paz duradera, pero el 22 de mayo de 1998 el Úlster dijo sí.

El día siguiente a la votación, Irlanda comenzó el lento desmantelamiento de los prejuicios contra las siglas –UDA, UVF, IRA– alejándose de la violencia, mientras los paramilitares prometían cambiar el fusil ArmaLite por las urnas. Esto todavía continúa.

En el bando unionista, David Ervine desempeñó un papel significativo. Gerry Adams, por más que rechazara su participación en la «lucha armada», también merece parte del mérito. Hace falta mucho valor para cambiar de rumbo cuando el coste del camino anterior ha sido tan alto.

Martin McGuinness abandonó los focos paramilitares y pasó a la luz del día de la realpolitik. Reconoció haber pertenecido a la dirección del IRA y, cuando él también cambió de rumbo, cambió el curso de la historia… hasta que se convirtió en uno de los dos Chuckle Brothers («Hermanos Risitas») cuando se conoció su amistad con su anterior archienemigo: el pastor protestante Ian Paisley.

U2 en el puente del Medio Penique (Ha'penny Bridge) de Dubín. Crédito: Paul Slattery.

U2 en el puente del Medio Penique (Ha’penny Bridge) de Dubín. Crédito: Paul Slattery.

Al salir de un acto en Nueva York en 2008, noté una presencia a mi espalda y, al volverme, me encontré con Gerry Adams. Hacía una temporada que él no estaba muy bien de salud, así que le pregunté qué tal se encontraba y le dije que le agradecía que, durante la campaña para anular la deuda de los países pobres hubiese hecho una discreta visita a las oficinas del Jubileo 2000 / Anulad la Deuda en Londres. Cuando me tendió la mano, se la estreché. No creo que fuese más duro para él que para mí. Aprecié el gesto.

Mirando hacia atrás, de no haber sido por el insomnio y las discusiones a medianoche del presidente Clinton con las distintas partes en conflicto, o por la meticulosidad de su caballero andante George Mitchell, no estoy seguro de que se hubiese alcanzado la paz en Irlanda. Creo lo mismo de Bertie Ahern y del primer ministro del Reino Unido, Tony Blair, que pasaron incontables horas hablando y hablando, en lugar de luchando y luchando.

Clinton y Blair también empezaron la transformación –aún incompleta– de las relaciones entre las antiguas potencias coloniales y el continente africano. A ambos los presionamos mucho para conseguir la anulación de la deuda. Ningún jefe de Estado trabajó con más ahínco en ello que él y su entonces ministro de Hacienda, Gordon Brown. Entre los dos duplicaron el presupuesto de ayuda al extranjero del Reino Unido. Eso puede parecer abstracto, pero morir por la picadura de un mosquito o por beber agua contaminada no lo es.

En el tercer mandato del Gobierno de Tony Blair, disfruté de una cena tardía en el 10 de Downing Street. Siempre bromeábamos con la vida que podría haber tenido si hubiese seguido siendo el cantante de la banda de rock Ugly Rumours. Tenía buena planta, presencia escénica y una voz melódica. Gordon Brown y él eran tan prolíficos que, medio en broma, yo los llamaba los Lennon y McCartney del desarrollo internacional. Tony Blair no bebía, pero lo convencí para abrir una botella y se bebió una copa y media. Yo debí de beber dos copas y media. Tal vez él perdiera la noción del tiempo –desde luego, yo olvidé que era el primer ministro de Gran Bretaña–, pero, justo después de medianoche, recordó que llegaba tarde a un compromiso importante. Había cierto pánico y buen humor en su cara cuando pronunció una frase de uso tan común que casi pasé por alto su significado:

–¿Te importa si no te acompaño a la salida?

Heme ahí, un irlandés, libre para deambular a mi antojo en la residencia privada del primer ministro británico. Los cambios llegan de forma tan azarosa, pensé… antes de caer en la cuenta de que, en realidad, no sabía dónde se hallaba la salida.

Al ir hacia las escaleras, me pierdo enseguida, soy un niño en unos grandes almacenes, entrando y saliendo de las habitaciones, encendiendo y apagando las luces. Caras conocidas me miran desde las paredes: Winston Churchill, Margaret Thatcher, Harold Wilson.

Y ahí está, David Lloyd George, el primer ministro que había dividido nuestra isla en norte y sur bajo la amenaza de la guerra.

–¡Oiga!, ¿puedo ayudarle?

Un adulto uniformado me encuentra y me acompaña educadamente fuera del establecimiento.