De la URSS al Euromaidán: Ucrania en el abismo generacional

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Fortaleza militar y nuclear o supermercados vacíos y carencias cotidianas. El viaje espacial de Yuri Gagarin o el desastre de Chernóbil. La lucha contra el nazismo o la sinrazón del Holodomor. La prosperidad de los años 50 o el colapso de los últimos 80. La Unión Soviética como utopía socialista… o como pesadilla. Cuando se cumplen ocho meses desde el inicio de la guerra en Ucrania, un conflicto injusto y desproporcionado que está cambiando el rumbo de la historia y la relación entre las grandes potencias mundiales, reproducimos un extracto del libro «Mi Ucrania» (Lumen), unas memorias con vuelo literario en las que la escritora Victoria Belim regresa al lugar en el que nació para reflejar dos maneras de entender un país deconstruido: por un lado está la visión de su tío, un nostálgico de los años dorados del imperio soviético; por otro, su propio punto de vista, el de una mujer que emigró a EEUU a mediados de los 90 y que hoy reflexiona desde la perspectiva que le dan la distancia, la memoria y la dolorosa actualidad.

Por  Victoria Belim

Kiev, Ucrania. 8 de febrero de 2014. Un manifestante levanta el puño en una barricada en la calle Hrushevskoho durante el Euromaidán, una serie de manifestaciones y disturbios heterogéneos de índole europeísta y nacionalista que en su punto álgido derrocaron al presidente Víktor Yanukóvich. Crédito: Getty Images.

El tío Vladímir y yo reñimos un mes después de que su tocayo se anexionara Crimea. A las tres de la madrugada, hora de Tel Aviv, me envió el último mensaje, en el que decía que nuestra familia debía estar agradecida a la Unión Soviética. Cuando leí su correo electrónico a las ocho de la mañana en Bruselas, apenas reparé en que su avatar de Skype había adoptado un inerte color gris y en que su perfil de Viber ya no mostraba una foto suya en la posición de loto.

Toda mi atención se centraba en el mensaje de Vladímir. Escribía muchas barbaridades: que si Estados Unidos me había lavado el cerebro, que si el capitalismo norteamericano había matado a mi padre…; pero lo que peor me sentó fue que dijera que nosotros, en referencia a nuestra familia, estábamos en deuda con la Unión Soviética y teníamos que mostrarnos agradecidos. La idea de que alguien sintiera nostalgia de un régimen cuyo nombre era sinónimo del totalitarismo me parecía obscena. No podía creerme que mi tío, entusiasta practicante de yoga y apasionado de la fotografía, se hubiese convertido en apólogo de las atrocidades de la Unión Soviética. La URSS había propinado unos hachazos tan despiadados a mi árbol familiar, nos había diezmado de tal manera a golpe de guerras, hambrunas y purgas que habíamos pagado muy caras las siete décadas de socialismo soviético. Cuanto más repasaba los recuerdos de mi infancia en Ucrania durante la etapa soviética y más recordaba la miseria de nuestra vida en la década de 1980, más grande era el nudo que notaba en la garganta y más me palpitaban las sienes. Cerré el portátil, me acerqué a la ventana y apoyé la frente contra el frío cristal.

Los rojos tejados de dos aguas de Bruselas resplandecían tras la lluvia reciente, y unos densos nubarrones todavía flotaban sobre la oscura línea de árboles que a lo lejos señalaba los límites de la ciudad. Solté el aire poco a poco sobre el vidrio y contemplé cómo el rojo de las tejas se desvanecía en naranja pálido. Al cabo de unos segundos, sin embargo, el vaho de mi aliento se evaporó y todo volvió a la vida, más nítido que antes. Aun así, mis pensamientos seguían sumidos en la confusión.

Vladímir era el hermano mayor de mi padre, al que había perdido tres años antes, de manera que mi tío era el único vínculo que me quedaba con esa rama de la familia. Habíamos nacido en el mismo país, Ucrania. Hablábamos la misma lengua, el ruso. Ambos vivíamos en lugares donde nadie nos había conocido de pequeños, como le gustaba decir a mi tío. Sin embargo, cuando discutíamos, cualquiera habría dicho que procedíamos de dos planetas distintos. Yo emigré de Ucrania a Chicago a los quince años y Vladímir a Tel Aviv con cincuenta y cinco, pero él permaneció en su propia galaxia soviética. Su Unión Soviética no se parecía en nada a la que yo conocí. Para mí significaba privaciones y supermercados vacíos. Su Unión Soviética era poderío nuclear y un ejército fuerte. Mi Unión Soviética era el colapso de la década de 1980 y el desastre de Chernóbil; la suya, el boom de los cincuenta y el vuelo de Yuri Gagarin, el primer hombre que viajó al espacio. Que Vladímir esperase que me sintiera agradecida a alguna de esas Uniones Soviéticas me dejaba atónita.

En la familia teníamos a varios comunistas con carnet y mi bisabuelo materno se enorgullecía de hacerse llamar bolchevique. Sin embargo, esos mismos comunistas habían votado a favor de la independencia de Ucrania en 1991, igual que mi bisabuelo bolchevique. Nadie añoraba la Unión Soviética. A mí la nostalgia siempre me había parecido una enfermedad, dentro de la cual la soviética constituía una patología especial, y el caso de Vladímir me alarmaba. La gente normal no debería echar de menos las largas colas para conseguir comida, los apagones y las carestías constantes. Las personas cuerdas no deberían añorar un régimen que tiró por tierra todos los valores humanistas y encarceló a millones de sus súbditos. El propio Vladímir estuvo en la cárcel por grabar cintas de los Beatles, de modo que si a alguien le habían lavado el cerebro, era a él.

 

Si mi conversación con Vladímir hubiera tenido lugar en otro momento, habría hecho caso omiso de sus comentarios. Él rondaba los ochenta años y muchas personas de la generación de mis abuelos defendían opiniones e ideas que me resultaban incomprensibles. Me sentaban mal sus diatribas antiamericanas, pero la televisión rusa le había hecho ver el mundo en términos de quintacolumnistas y pérfidas conspiraciones. Por lo general, yo desviaba las conversaciones de la política al yoga, interés que compartíamos. O le pedía que reprodujera las películas mudas que había grabado de joven y que estaba digitalizando poco a poco. En su última restauración aparecía yo, existente pero aún nonata. Vladímir la filmó durante unas vacaciones en que la familia había ido de acampada: mi madre embarazada, con la mano encima de mí —de su barriga—, metiendo los dedos de los pies en el río mientras miraba a la cámara con una mezcla de timidez y coquetería; mi padre sacando del agua un pescado grande y reluciente. La cámara se desplazaba de mi padre a mi madre a la vez que él le daba el pescado para que ella lo limpiase. Un zoom a la cara pálida de mi madre, enmarcada por su melena morena, para mostrarnos la mueca que hacía. Vladímir andaba trabajando en la segunda parte de la grabación, que seguía mi infancia hasta 1986, el año en que explotó Chernóbil y mis padres se divorciaron.

Sin embargo, mientras mi tío propagaba su variedad de nostalgia soviética, Ucrania estaba siendo hecha pedazos en nombre de la reconstrucción del telón de acero. Otra cosa que Vladímir tenía en común con Putin era la convicción de que la caída de la Unión Soviética era «la mayor catástrofe del siglo».

De no haber estado tan obsesionado con Estados Unidos como el origen de todo mal, podría haber culpado a mi nuevo hogar, Bruselas, pues todo había empezado con un documento pergeñado en la sede de la UE, radicada en la misma calle que mi apartamento. Podría haber remontado la causa de la tragedia hasta un acuerdo que establecía los términos de la colaboración y el comercio entre la UE y Ucrania. El tratado detallaba una asociación económica y política en virtud de la cual la UE prometía proporcionar apoyo financiero, acceso preferencial a los mercados y, con el tiempo, una convergencia en materia de estándares jurídicos y política de defensa. Los ricos recursos agrícolas de Ucrania y su posición estratégica en la frontera oriental de la UE hacían de ella un socio atractivo. Sin embargo, a ojos de Rusia, el viraje hacia el Oeste de su vecino resultaba una amenaza y una provocación, pues suponía perder influencia y control sobre Ucrania, un territorio importante dentro de la política rusa desde los tiempos de los zares. De haberse firmado el acuerdo de asociación, tal vez no habría cambiado gran cosa, y menos aún para Ucrania, ya que solo los más optimistas esperarían que un pedazo de papel abriera las puertas de la incorporación a la UE de un disfuncional país postsoviético.

 

Sin embargo, el acuerdo no se firmó. El presidente ucraniano, Víktor Yanukóvich, sonrió como un bobo en las reuniones con dignatarios de la UE y soltó vaguedades sobre la libertad y la democracia. Luego, en el último momento, se aferró al rescate que le ofreció Rusia y devolvió a la UE un acuerdo sin firmar. Cuando se dio a conocer la noticia, muchos ucranianos se indignaron. Pese a su insignificancia, el documento suponía un giro hacia Occidente y el sueño de una vida libre de la corrupción galopante y la presión constante de Rusia. «Ahora nada cambiará», dijo mi madre por teléfono desde Chicago mientras tragaba saliva y contenía un sollozo. En los telediarios vimos que los estudiantes se congregaban en Maidán Nezalézhnosti, la plaza de la Independencia, la plaza central de Kiev, para protestar contra el repentino golpe de timón de Yanukóvich. «En Ucrania nunca cambia nada», repetía mi madre siempre que hablábamos, y la desesperación le quebraba la voz. Llegó la Navidad y los estudiantes siguieron acampados en Maidán durante los días más fríos del invierno ucraniano. «¿Dónde acabará esto?», me preguntaba mi madre, pero yo tampoco lo sabía.

El inicio de las protestas de Maidán me recordó a la Revolución Naranja de 2004 que había denunciado el fraude electoral cometido por Yanukóvich. La revolución se diluyó, golpeada por las mismas denuncias de corrupción que han caracterizado todas las presidencias ucranianas. No me veía capaz de depositar mi fe en otra revolución que probablemente terminaría de la misma forma, y coincidía con Vladímir en que desentrañar la política ucraniana era un empeño muy ingrato. Yo había estudiado ciencias políticas y hasta escrito una tesis sobre los patrones de corrupción del mundo poscomunista, pero Ucrania todavía me desconcertaba. Mi lugar de nacimiento seguía siendo un país lejano y desconocido.

Por mucho que Ucrania me desconcertara, al final los sucesos de Maidán acabaron por absorberme. Cuando las fuerzas del Gobierno agredieron a los manifestantes, la concentración en la plaza fue a más y empezó a atraer a personas de toda clase y procedencia. La reacción del Gobierno fue brutal y tuvo como colofón los disparos de varios francotiradores contra los manifestantes.

Vi las crónicas de los telediarios conmocionada. No asociaba a Maidán las imágenes, gráficas hasta el surrealismo, de charcos de sangre en el pavimento, agujeros de proyectiles y neumáticos en llamas. Mi Maidán era un sitio distinto.

«Quedamos en Maidán». Aunque mi amiga del colegio Aliona y yo vivíamos cerca la una de la otra, cruzábamos la ciudad para llegar a Jreschátik, una calle de más de un kilómetro de longitud en el centro de Kiev, donde estaba la plaza. Sentadas en los calientes escalones de piedra, contemplábamos a la abigarrada muchedumbre de estudiantes, familias y turistas que pasaban por delante de nosotras. Observándolos nos imaginábamos partícipes de aquella energía, aquel jolgorio y glamour. El día antes de mi marcha a Estados Unidos, en 1994 —tres años después de que Ucrania se independizara—, Aliona y yo fuimos a Maidán, compramos helado de chocolate en un puesto callejero y nos lo comimos paseando por la plaza. Ella llevaba un vestido azul cobalto con el cuello de terciopelo que la asemejaba a la femme fatale que le habría gustado ser. Yo me había puesto pintalabios color cereza, pero se me había corrido por las comisuras de la boca y semejaba la adolescente insegura que me habría gustado no ser. Los castaños florecían con ese tono rosa oscuro que solo se apreciaba en Jreschátik, y parecía que la primavera duraría para siempre.

En 2014, lo que parecía era que la primavera no hubiera llegado. Las figuras que se veían en la pantalla se tambaleaban y chocaban entre sí. A través del humo negro, la cámara corría tras ellas y luego captaba las sombras de los tiradores. El eco de los disparos resonaba también en mi habitación de Bruselas. El latido de mi corazón me ensordecía. Cuando algo nuestro, algo que dábamos por sentado que era nuestro, es destruido ante nuestros ojos, se nos destruye también por dentro. Al presenciar el tiroteo de Maidán, me aferré a mis recuerdos de Ucrania en un intento de recuperar lo que era mío y parte de mí.

¿Estaría Aliona manifestándose en la plaza?, me pregunté. Tras irme de Ucrania, nos mantuvimos en contacto unos años, pero luego nuestras cartas fueron volviéndose más cortas y al final dejaron de llegar. Recordaba la dirección de mi amiga en Kiev, pero ignoraba qué había sido de ella.

Kiev, 21 de febrero de 2014. Muchedumbre reunida en la plaza de la Independencia a la llegada de los ataúdes de los manifestantes antigubernamentales asesinados durante la jornada previa en los enfrentamientos con la policía. Crédito: Getty Images.

A medida que se tensaban las relaciones entre Ucrania y Rusia, di por hecho que en todo caso el conflicto jamás afectaría a mi familia. Incluso después del tiroteo de Maidán era incapaz de imaginar que Rusia provocaría una guerra. E incluso si admitía el improbable estallido de un conflicto armado, estaba segura de que un enfrentamiento entre Rusia y Ucrania no podría separar las raíces entrelazadas de mi familia. La rama ucraniana tenía orígenes judíos, romaníes y, posiblemente, tártaros, mientras que la rusa se había tomado en serio la consigna comunista de «la amistad de los pueblos», porque a través de matrimonios diversos una buena mitad de las repúblicas de la Unión estaba representada en el mosaico humano de mi familia.

En casa hablábamos ruso, a excepción de mis bisabuelos maternos Asia y Serhí, que hablaban ucraniano. No lo consideré una muestra de diferencia étnica, porque Asia y Serhí vivían en una aldea y los demás en Kiev, y en la Unión Soviética se hablaba ruso en las ciudades, pero en los pueblos, las lenguas vernáculas de las repúblicas. Tanto mi padre como su hermano mayor Vladímir, de etnia rusa, sabían ucraniano y podían recitar los versos del bardo nacional Tarás Shevchenko mejor que mi madre, de etnia ucraniana. Algunos de nuestros parientes hablaban azerí, armenio, yidis, polaco y bielorruso. A medida que nuevos matrimonios y amistades incorporaban más colores y culturas a nuestra variopinta casa, iban apareciendo nuevas costumbres y tradiciones. Cuando en los formularios obligatorios que cumplimentábamos en el colegio debía rellenar la casilla de la nacionalidad, me sentía tan confusa que la dejaba en blanco, para consternación de mi maestra. No me habían enseñado a pensar en las personas en términos de su etnia, lengua o raza, ni me criaron para identificarme con ningún grupo en particular. Tardé años en descubrir que esa no era la norma, pero siempre he pensado que debería serlo.

Cuando nos mudamos a Chicago, yo era una adolescente tímida, y mi sentido de la identidad seguía siendo tan difuso como siempre. Echaba de menos a mis amigos y abuelos de Ucrania. Echaba de menos Kiev y la yuxtaposición de la tosquedad soviética con el esplendor medieval y sus cúpulas doradas. Empecé a sentirme deprimida y escribí poemas sobre la muerte y la futilidad de la vida. Tenía quince años. Mis padres andaban ocupados adaptándose a su nueva vida y tuve que valerme por mi cuenta para sobrevivir a aquel periodo de transición de un país a otro, de la infancia a la madurez. Sin embargo, no tardé demasiado en encontrar mucho que apreciar en mi nuevo país. Al crecer en el extrarradio de Chicago en la década de 1990, absorbí la idea estadounidense del crisol de culturas y la identidad polifacética. No sentía la necesidad de definirme. Cuando se me preguntaba de dónde era, respondía: «De Rusia». La mayoría de los estadounidenses con los que me había cruzado podían formarse una composición de lugar sobre la historia soviética, pero Ucrania no les decía nada. Mi madre era ucraniana, mi padre, ruso, y como en la URSS la etnia se transmitía por vía paterna, yo bien podría haber sido rusa.

Nada de eso importaba dentro de nuestra familia, ya que ni el derrumbe de la Unión Soviética ni la emigración habían hecho mella en nuestra tolerancia, nuestro aprecio por la diversidad y nuestra falta de prejuicios, y tampoco esperaba que la enésima crisis política en Ucrania lo lograra.

Su Unión Soviética no se parecía en nada a la que yo conocí. Para mí significaba privaciones y supermercados vacíos. Su Unión Soviética era poderío nuclear y un ejército fuerte. Mi Unión Soviética era el colapso de la década de 1980 y el desastre de Chernóbil; la suya, el boom de los cincuenta y el vuelo de Yuri Gagarin, el primer hombre que viajó al espacio. Que Vladímir esperase que me sintiera agradecida a alguna de esas Uniones Soviéticas me dejaba atónita.

Y aun así, cuando el ejército ruso apareció en Crimea, entre Vladímir y yo surgieron tensiones. Cuanto más leía las noticias —y las leía hora a hora—, menos sentía que mi cuerpo me perteneciera. No podía refrenar el impulso de ver las macabras imágenes, con la esperanza de que algo, cualquier cosa, impidiera que los acontecimientos se descontrolasen. Pero los tanques cruzaron la frontera, unos hombres vestidos con uniformes verdes sin distintivos defendieron sus posiciones y el pánico se apoderó de mí.

—No te lo tomes tan a la tremenda. La península fue un regalo de Jruschov a Ucrania —dijo Vladímir en un intento por consolarme. Cuando mi tío y yo conectábamos por Skype, teníamos muy presente Crimea, y él estaba refiriéndose a la ley de 1954 por la que el secretario general había incorporado la península a la República Soviética Ucraniana—. Los crimeos son rusos, como nosotros.

Me dieron ganas de añadir que yo era medio ucraniana, pero me contuve, porque la guerra no era cuestión de etnias, a pesar de los intentos de presentarla así, y seguía resistiéndome a usar tales etiquetas.

—Te olvidas de los habitantes originales, los tártaros —observé.

—Los habitantes originales fueron los griegos —replicó Vladímir.

—Bueno, después de la Segunda Guerra Mundial Stalin deportó tanto a los griegos como a los tártaros —señalé, impaciente.

—Y cuando Ucrania se independizó de la Unión Soviética, se llevó consigo Crimea sin preguntarle a la gente lo que quería. ¿No lo habías pensado? —prosiguió Vladímir, que alzaba la voz sin preocuparse ya de reconfortarme.

Discrepé una vez más de la interpretación que hacía mi tío de la historia, porque en 1991, Ucrania celebró un referéndum de independencia y todas las regiones, Crimea incluida, votaron a favor de salir de la URSS. En honor a la verdad, la proporción fue menor en Crimea que en cualquier otra zona, pero eso no se lo comenté, porque de todas formas no estaba escuchándome.

—¿Culpas a los crimeos por apoyar a Putin? —estaba diciendo Vladímir.

—¿Por qué apoyas tú a Putin? ¡Desde Tel Aviv, nada menos!

—Soy ruso.

—Por lo visto, te volviste más ruso al marcharte de Ucrania. Pero ¿dónde naciste? ¿Dónde pasaste la mayor parte de tu vida? ¡En Ucrania!

Vladímir miraba la esquina inferior izquierda de su pantalla. Era todo articulaciones huesudas, cráneo calvo y mejillas hundidas. Su ascética delgadez le daba un aire de monje estilita, pero cuando le decía algo que lo contrariaba, como en ese momento, torcía la boca en una sonrisa sesgada que le hacía parecer un elfo malhumorado.

—Cuando oigo los discursos de los políticos norteamericanos y europeos, me asombra su desconocimiento de la historia de Ucrania —dijo al fin—. No dicen más que chiquilladas.

—Ni siquiera los ucranianos conocen bien su historia, ¿qué esperas de los demás? —repliqué.

Vladímir asintió y, aliviados al constatar que todavía podíamos ponernos de acuerdo en algo, pasamos a hablar de películas y de que la cámara ve más que el ojo.

Aquel día fui consciente del grado en que la guerra se había convertido en una tragedia personal. La clave del conflicto en Ucrania era el control, no la etnia o la lengua. Sin embargo, etiquetas como «prorruso», «proucraniano», «rusófono», «ucranianófono» o «proeuropeo» vinieron a condensar una posición política. Por primera vez en mi vida, se esperaba de mí que tomara partido y me definiera con un marchamo, y aun así me veía incapaz de separar los hilos ucranianos de los rusos en el tapiz de mi identidad. Tampoco estaba segura de mi posición política, más allá de que me oponía en redondo a regresar a la URSS.

Con todo, entonces no estaba segura de si quería volver a Ucrania. Desde que nos mudamos a Estados Unidos, mi madre había ido de visita todos los años para pasar el verano con Valentina, su madre y abuela mía, pero no siempre podíamos permitirnos un billete de avión transatlántico para las dos. En las escasas ocasiones en que la acompañé, me sentí más extranjera en Kiev de lo que me había sentido nunca en Chicago. La Unión Soviética en que transcurrieron los primeros trece años de mi vida había desaparecido y la Ucrania que había ocupado su lugar se me antojaba desconocida. Cuando, después de pasar dos décadas en Estados Unidos, mi marido y yo nos mudamos a Bélgica, desandando el camino desde el Viejo Mundo que mi familia había dejado atrás sin lamentarlo demasiado, creí que viajaría a Ucrania más a menudo. No fue así. «Marcharse es difícil, pero volver también», dijo Valentina. No entendí a qué se refería; lo único que sabía era que llegar ya era bastante complicado, y afrontar lo que se había dejado atrás, mucho peor.

A medida que se tensaban las relaciones entre Ucrania y Rusia, di por hecho que en todo caso el conflicto jamás afectaría a mi familia. Incluso después del tiroteo de Maidán era incapaz de imaginar que Rusia provocaría una guerra. E incluso si admitía el improbable estallido de un conflicto armado, estaba segura de que un enfrentamiento entre Rusia y Ucrania no podría separar las raíces entrelazadas de mi familia.

Al final no tuve elección, porque Ucrania regresó a mí. El tiempo se reinició solo y rebobinó los años pasados en Bélgica y Estados Unidos como si jamás hubieran existido. La Ucrania que yo nunca reclamaba se apoderó de mí y colmó con sus recuerdos mis pensamientos y vacíos. Los familiares paisajes de mi infancia —nuestro viejo apartamento en Kiev, los castaños de Jreschátik y la casa color melocotón de mis abuelos en Bérih— me parecían más nítidos que los edificios que veía desde mi ventana de Bruselas. Aquellos vívidos recuerdos, que parpadeaban sobre el telón de fondo de las noticias de la matanza en Ucrania, resultaban insoportables, pero los buscaba, y rememoraba hasta los más ínfimos detalles, como quien aprieta un doloroso moretón para ver cuánto logra soportar. El tiroteo de Maidán hizo añicos el espejismo de que Ucrania era un lugar lejano. Después, la decisión de Putin de recurrir al poder militar en Ucrania, refrendada por el Parlamento ruso el 1 de marzo de 2014, me desengañó de mis ilusiones sobre la guerra. La guerra estaba ahí.

Como la mayoría de los niños soviéticos, crecí con los recuerdos de mis abuelos sobre la Segunda Guerra Mundial. «Ojalá no hubiera guerras», repetían como un mantra. Cualquier otra catástrofe podía superarse, decían, pero una guerra era peor que la muerte.

La contienda ruso-afgana me hizo entrever por primera vez a qué se referían mis abuelos. Por lejanas que fuesen las batallas, los veteranos que regresaban de las montañas de Afganistán traían la guerra de vuelta con ellos. A veces los veíamos, ceñudos, mutilados, tocando el acordeón por la calle o hablando en voz muy alta en el autobús, diciendo frases incoherentes que me asustaban. Lo más terrorífico, sin embargo, eran las personas como Danil, un amigo de mi padre. En 1984 lo llamaron a filas y un año más tarde lo dieron de baja. Alto, moreno y tan apuesto que hacía girar cabezas, se sentaba a la mesa de nuestro comedor con su esposa Masha y se ponía a contar chistes de forma atropellada y luego reía con tal estridencia que no reparaba en nuestro silencio. Después se quedaba en blanco a mitad de frase y se agarraba al borde de la mesa con tanta fuerza que los nudillos se le emblanquecían. Masha no sabía dónde poner las manos o la mirada. Mi madre observaba de reojo a mi padre, que se volvía hacia su amigo con expresión de súplica. Al cabo de una eternidad que duraba unos pocos segundos, Danil se recobraba y reía enseñando los dientes, pero su mujer seguía respondiendo con frases inconexas y mi madre me mandaba fuera a jugar. No usábamos términos como depresión, ansiedad o estrés postraumático; solo pronunciábamos una palabra, guerra, y eso lo explicaba todo.

Un día, Danil y Masha nos invitaron a cenar con ellos. Cuando llegamos a su casa, una muchedumbre agolpada en torno a las luces intermitentes de una ambulancia nos impidió el paso.

—Un hombre tan guapo… —comentó alguien a nuestro lado.

—Los exsoldados siempre tienen armas.

—Muchos vuelven tocados.

—No, ha sido con la escopeta de caza.

—Lo ha hecho en la bañera.

—La guerra…

Mi padre apartó a los curiosos y corrió hacia la casa. Mi madre me tapó los oídos y apretó mi cara contra su falda. Me zafé de ella. Dos médicos acarreaban una camilla cubierta con una sábana blanca. Un brazo de muñeco de trapo se balanceaba al ritmo de sus pasos. Masha estaba de pie, inmóvil, en la entrada de la casa, pero al ver a mi padre se derrumbó en el suelo y se puso a aullar. Mi madre me agarró de la mano y salió a la carrera del patio, llevándome a rastras. El espeluznante alarido animal de Masha nos persiguió durante todo el camino a casa.

Aunque yo debía de tener unos siete años cuando Danil se suicidó, al leer sobre la guerra en Ucrania, en 2014, aquel recuerdo todavía me provocaba escalofríos. El aullido de Masha vivía dentro de mí, y cuanto más real se volvía la guerra, más lo sentía en la garganta. La contienda se hizo realidad antes incluso de que se disparase un solo tiro, pero esto también llegó pronto y empezó a morir gente. Después de que Rusia se anexionara Crimea, varias ciudades del este de Ucrania declararon la independencia y buscaron el apoyo ruso. De la noche a la mañana aparecieron nuevas repúblicas y nuevos campos de batalla. Las portadas de los periódicos se llenaban de nombres de localidades donde la gente asaltaba edificios oficiales y estallaba la violencia: Járkov, Donetsk, Odesa, Mariúpol.

Al ver el atlas de mi geografía personal sumido en el caos, perdía la noción del tiempo. Mi madre había nacido en Járkov, la metrópolis más oriental de Ucrania, donde mi abuela Valentina había estudiado Geografía. Una vez mi padre compró una roca de carbón crudo de Donetsk, donde trabajó una breve temporada tras una frustrada intentona de extraer oro en Siberia. Según él era un asteroide; mi madre decía que era una roca común, pero aun así su forma irregular y resplandeciente me fascinaba. En Odesa perdí mi osito de peluche favorito bajando la famosa escalinata de El Acorazado Potemkin y estuve inconsolable hasta que más tarde, en la playa, mi padre me mostró cómo cambiaban de concha los cangrejos ermitaños. En Mariúpol, ciudad famosa por la fruta, mi madre y yo compramos un cerezo joven y esbelto para el huerto de mi bisabuela Asia. La actualidad ucraniana acallaba en mi interior toda sensación que no fuera miedo y pánico. El lugar donde había nacido, donde había crecido y donde vivía mi abuela estaba sufriendo, y yo sufría con él. Cada nuevo brote de violencia que sacudía Ucrania reverberaba en mí y precipitaba un aluvión de imágenes y recuerdos.

Vladímir también se enfrentaba a sus propias ansiedades. Cuando tenía un buen día, me mandaba por correo electrónico fotos de su juventud acompañadas de anécdotas sobre sus viajes por Ucrania de paquete en la moto de su amigo o sobre las grabadoras que montaba con sus hermanos. Las más de las veces, sin embargo, me bombardeaba con enlaces de páginas web rusas que describían los sucesos de Ucrania como obra de nazis y neonacionalistas. Cuando los separatistas de Donetsk y Lugansk establecieron sus repúblicas secesionistas, la propaganda rusa pisó a fondo el acelerador y mantuvo a sus espectadores en un estado febril con una letanía de teorías de la conspiración, aspavientos de gran potencia y paranoias. En cuanto Vladímir aceptó la teoría de que los acontecimientos de Ucrania eran obra de la CIA en colaboración con nacionalistas ucranianos, nuestras conversaciones se poblaron de esos espectros.

Kiev. 26 de noviembre de 2016. Ciudadanos ucranianos encienden velas y depositan flores en memoria de las víctimas del Holodomor (1932-1933), hambruna provocada por el dictador soviético Josef Stalin que resultó en la muerte de más de cinco millones de ucranianos. Crédito: Getty Images.

Otro blanco de sus iras era Estados Unidos.

—¿Por qué han tenido que inmiscuirse los americanos? ¿Por qué meten cuchara siempre? —Vladímir apuntó a la cámara con un dedo huesudo.

Aunque me hubiera marchado de Estados Unidos, seguía siendo el país que me había acogido y sentía un gran afecto por él. Además, consideraba que el apoyo estadounidense a Ucrania era fundamental para impedir que Rusia invadiera su territorio. Estaba perdiendo la paciencia y me ponía más a la defensiva con cada conversación.

—Cuando tu padre decidió mudarse a Estados Unidos, ya le expliqué lo que pensaba —prosiguió Vladímir—. Le dije que cometía un gran error. Si tu padre me hubiera hecho caso… Se me tensó la mandíbula.

—Deja a mi padre en paz, ¿vale? —repliqué, y a continuación me inventé que un cartero llamaba a la puerta para atajar la conversación.

Con el tiempo, Ucrania y la política empezaron a dominar nuestras conversaciones. A pesar de la tensión cada vez mayor de nuestras charlas, Vladímir era el único vínculo que yo tenía con la familia de mi padre. Me parecía necesitado de mi compañía, porque tenía setenta y tantos años y vivía con su hija, que andaba ocupada con dos empleos. Sus problemas de salud hacían que la mayor parte de su vida social transcurriera en internet, y yo, por mi parte, anhelaba conservar mis lazos familiares en un lugar donde no tenía ninguno. Aun así, a medida que las opiniones de Vladímir se radicalizaban, empecé a no poder predecir ni controlar mis reacciones ante ellas.

Europa debería dar las gracias a Stalin —dijo Vladímir—. De no ser por él, Hitler nos habría destruido a todos.

Ya había oído a mi tío alabar a Putin y criticar la democracia por ser una licencia para acumular riqueza, pero su veneración a Stalin me pilló desprevenida.

—¡Stalin era como Hitler! —exclamé más alto de lo que pretendía.

—Pero ganó la guerra —rebatió Vladímir. La guerra lo explicaba todo, como siempre.

—¡A qué coste! La Unión Soviética perdió nueve millones de vidas por su indiferencia hacia el pueblo. ¡De los doce hermanos de nuestra abuela Daria, tus tíos y tías, solo dos sobrevivieron a la guerra! ¿Y a cuántas personas mató el régimen de Stalin? ¡A veinte millones, si no más! —Por la ventana se coló una fría brisa primaveral que hizo ondear los papeles de mi mesa, pero a mi alrededor notaba el aire caliente y eléctrico.

—Yo sobreviví a la guerra —dijo Vladímir con tono tétrico.

No repliqué; cambiamos de posición delante de nuestras pantallas y ajustamos el ángulo de las cámaras.

—Pero, como decía, Stalin necesitaba ganar la guerra y no le quedó más remedio que ser duro. Siempre hay consecuencias.

—Vladímir volvía a estar calmado y sereno.

—¿Qué guerra tenía que librar en la década de 1930, cuando mató de hambre a millones de campesinos en Ucrania?

—¿Estás hablando del supuesto Holodomor? —preguntó mi tío, dotando de una inflexión sarcástica la palabra con la que los ucranianos nos referíamos a la Gran Hambruna—. Se perdió la cosecha. La gente murió de hambre en muchos otros sitios, no solo en Ucrania.

—Pero Stalin impuso la desastrosa colectivización y el Partido Comunista suspendió la ayuda a las zonas afectadas por la hambruna. Hay documentos que demuestran que se creó a propósito para doblegar al campesinado ucraniano que se resistía a las políticas soviéticas.

—¿Es eso lo que os enseñan en las escuelas norteamericanas?

Tenía memorizados datos y pruebas, pero llegado el momento mis argumentos cedieron a la agitación.

—Me crie con gente que lo recordaba. Asia y Serhí lo vivieron y me contaron historias de aquella época —dije con la voz quebrada.

—Todos contamos historias, pero no siempre significan lo que uno se cree.

Más tarde, Vladímir me mandó por correo electrónico un artículo de una página web nacionalista rusa titulado: «La verdadera historia de la hambruna ucraniana». No debería haberlo abierto, pero no pude resistirme a infligirme más dolor. En el artículo se afirmaba que la hambruna de la década de 1930 la habían inventado los nacionalistas ucranianos de Canadá y que en Ucrania la gente se aferró a la idea para explotar el victimismo. Le eché un vistazo sin llorar mientras sentía que todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo se tensaban.

La hambruna había afectado a otras regiones de la Unión Soviética, pero mi país se llevó la peor parte. Cuatro millones de ucranianos murieron de inanición entre 1932 y 1933, los dos años que han pasado a la posteridad como el Holodomor, la Gran Hambruna. Dejó profundas cicatrices en el recuerdo de mis bisabuelos maternos, que sobrevivieron a ella. Mi bisabuela por parte de madre, Asia —a la que Vladímir había conocido en la boda de mis padres—, trabajaba de maestra en una pequeña escuela rural cerca de Poltava y vio morir a sus alumnos uno por uno. Sus clases empezaban después de que cavara las tumbas de los niños muertos que no tenían a nadie que los enterrara. Se confiscaron las cosechas para enviarlas a otras regiones de la URSS o exportarlas y se cerraron las fronteras para impedir que la gente abandonara su aldea. En aquel entonces, Asia solo contaba dieciocho años y el miedo al hambre la obsesionaría el resto de su vida. Una vez tiré a la basura un tarro de mermelada mohosa y, cuando se enteró, se subió por las paredes. Me gritó que era una malcriada que derrochaba la comida y que no sabía lo que era el hambre. Se agachó delante del cubo y rascó para sacar la mermelada y meterla en una latita. Luego se la comió.

Apagué el ordenador. Me pitaban los oídos y me ardía la cara. Que Vladímir negara las vivencias de mi familia fue como una bofetada.

La siguiente vez que llamó no contesté, pero le mandé un mensaje diciéndole que no entendía cómo podía elogiar a una Unión Soviética que había destruido tantas vidas de nuestra propia familia.

En su respuesta, Vladímir argüía, largo y tendido, que la URSS había defendido al mundo del fascismo. La URSS había enviado al primer hombre al espacio. La URSS había sido una gran potencia. Por supuesto, también había habido problemas; todos los sistemas los tenían. El capitalismo norteamericano era mucho peor, por ejemplo.

—El hedor de la putrefacta ideología de la democracia está invadiendo Ucrania —dijo la siguiente vez que me llamó—. Putin planta cara a Estados Unidos. Ya era hora de que alguien lo hiciera.

—Si tanto te gusta Putin, ¿por qué vives en Israel? —repliqué.

«Y tú, la patriota ucraniana, ¿qué haces en Bruselas y no en «tu país» con «tu gente»?».

Fue entonces cuando saqué a colación el encarcelamiento de mi tío por algo tan trivial como los Beatles. Fue él quien sufrió en sus carnes la represión soviética al ser condenado por vender discos de música. ¿Tanto ofendía a los jueces aquel «He vuelto a la Unión Soviética. No sabes qué suerte tienes» que hubieron de meter a Vladímir entre rejas durante tres años? Vladímir colgó. Me sentí culpable y me reñí, pero seguía enfadada por sus comentarios sobre el Holodomor. A lo largo de los días siguientes vi que su perfil de Skype se iluminaba de vez en cuando, pero ni me llamó ni me envió un correo electrónico. Respondió al final de la semana y su mensaje fue breve.

Escribió que había sido encarcelado en la Unión Soviética, pero que no sentía ningún rencor. «Debemos estar agradecidos a la Unión Soviética por todas las oportunidades que nos dio —añadía al final de su mensaje—. Nada de lo que pueda decir va a convencerte, porque en Estados Unidos te han lavado el cerebro, tan seguro como que el capitalismo norteamericano mató a tu padre».

La hambruna había afectado a otras regiones de la Unión Soviética, pero mi país se llevó la peor parte. Cuatro millones de ucranianos murieron de inanición entre 1932 y 1933, los dos años que han pasado a la posteridad como el Holodomor, la Gran Hambruna. Dejó profundas cicatrices en el recuerdo de mis bisabuelos maternos, que sobrevivieron a ella.

Los oídos me pitaron como si cayera de una gran altura. Respiré profundamente para intentar llevar aire a mis pulmones a pesar de que tenía un nudo en la garganta. Una vez superada la cólera inicial, me pasé el día entero pensando una respuesta. Escribí que mi experiencia en la Unión Soviética me había dejado incapaz de sentir ninguna gratitud hacia ella. Si nuestra familia consiguió algo, fue a pesar del sistema, no gracias a él. Releí el mensaje y lo borré. Escribí recordándole a Vladímir que, por mucho tiempo que yo hubiera pasado fuera de Ucrania, seguía siendo el lugar donde había nacido y me había criado. Eso también lo borré. Después escribí que le pedía que no se entregara a aquellas cábalas teóricas sobre el papel del capitalismo norteamericano en la muerte de mi padre. Recapacité un instante y arrastré el mensaje a la papelera.

Al final, el correo electrónico que envié a mi tío consistía en una sola línea: «¿Acaso has olvidado el pacto que hicimos hace tres años?».

Mientras escribía, se me apareció con claridad la cara de mi padre: su poblado bigote entrecano, sus gafas de montura dorada y su cabello rizado y castaño. La última vez que lo había visto había sido en San Francisco. Él y mi madrastra Karina ya llevaban más de diez años viviendo en la zona de la Bahía, y les hice una visita sorpresa tras un viaje de trabajo a California. Mi padre me recogió en la estación de tren, metió mi pequeña maleta en el maletero de su coche y me miró con inesperada ternura. Nuestra relación a menudo había sido tensa, y no supe cómo reaccionar. Le di un abrazo y capté un familiar olor a tabaco y colonia que me reconfortó.

—Ya eres una adulta —dijo.

Me entraron ganas de decirle que, con treinta y dos años, desde luego que lo era, pero un deje de pena en su voz hizo que me diera un vuelco el corazón. ¿Se arrepentía de haber estado ausente de mi vida años enteros? ¿Quería compensarlo?

Nos lo pasamos bien durante la visita, viendo concursos de canto y cocinando cangrejos con mi madrastra. Mi padre parecía estar de buen humor; me habló de un nuevo proyecto empresarial y hasta me enseñó unas cuantas casas que quería comprar. Hablamos de mi trabajo como escritora por cuenta propia, de mis descripciones de aromas y de los recuerdos que evocaban. No fue más que un fin de semana largo, pero guardo de él un vívido recuerdo, que incluye el estampado batik de la camisa amarilla de mi padre y el sabor dulzón del cangrejo hervido.

Tras la muerte de mi padre, Vladímir y yo hicimos un pacto. A propuesta suya, hablaríamos de mi padre y de lo que había sucedido cuando yo estuviera preparada. Como su hermano mayor, era la persona más cercana a mí que lo hubiera conocido bien. Charlamos de él y Vladímir compartió muchos recuerdos de su infancia juntos, pero yo no estaba preparada para examinar las causas que habían llevado a su muerte. La herida era demasiado reciente y dolorosa. De pronto, llevado por nuestras discusiones sobre la Unión Soviética, Vladímir había roto su promesa. Que negase la historia de Ucrania me enfurecía; que sacara a colación el fantasma de mi padre resultaba insoportable. Si de verdad pensaba que el capitalismo lo había matado, yo no podía soportar saber por qué.

Vladímir no llegó a recibir mi mensaje: me volvió rebotado con un sucinto comentario de que no se había podido encontrar al usuario. Verme despojada de la oportunidad de responder me enfureció tanto que bloqueé el inanimado avatar de Vladímir en Skype y etiqueté su dirección de correo electrónico como spam.