Porque un estudio publicado por Nature esta semana obliga a sumergirnos en un mar de bacterias, ya que compartimos buena parte de ese cosmos microbiano con las personas de nuestro entorno. Ya habíamos comentado por aquí que, como escribió el poeta Walt Whitman, somos inmensos y contenemos multitudes: en el cuerpo de una persona hay más células bacterianas (casi 40 billones) que humanas (30 billones). Este es un pasito más.
El microbioma no son parásitos que nos contaminan, son parte de nosotros, de nuestro funcionamiento: sin esos microorganismos, no podríamos vivir. Se ha visto en experimentos que los ratones que no han entrado jamás en contacto con microbios se desarrollan menos y peor: viven vidas más cortas, más difíciles y más frágiles. Hasta afectan a nuestras ganas de correr. Lo explicaba así Javier Sampedro (el periodista que tiene abono transporte espacio-temporal para transitar en agujeros de gusano):
El microbioma humano se ha revelado en los últimos tiempos como un colaborador necesario de nuestra química más fundamental. Sin él, de hecho, no seríamos seres vivos autónomos. Nuestras bacterias nos ayudan a metabolizar (transformar) los componentes de la dieta que nosotros no sabemos digerir; sintetiza nutrientes y vitaminas esenciales para el funcionamiento de nuestras células (las vitaminas suelen ser coenzimas, o factores que las enzimas necesitan para su funcionamiento); y gestiona compuestos cuyas combinaciones afectan a la salud.
En la década de 1670, el holandés Anton van Leeuwenhoek desarrolló el microscopio para ser la primera persona en ver los protozoos que bailaban en el agua de un lago. A lo largo de sus investigaciones con este aparato, “casi todo lo que vio fue el primer humano que lo veía”, como explicaba Ed Yong en un libro dedicado a estas multitudes:
“Está claro que los microbios alteran nuestra noción de individualidad. Ellos la conforman, también. Tu genoma es prácticamente igual que el mío, pero nuestros microbios pueden ser muy diferentes. Quizá no es tanto que contengo multitudes, sino más bien que soy multitudes”.
Son reinos independientes, complejos, con su propia fauna y equilibrios dignos del más sofisticado ecosistema. Nuestra mano derecha comparte únicamente la sexta parte de especies microbianas con nuestra mano izquierda y las bacterias de tu antebrazo se parecen más a las de mi antebrazo que a las de tu boca. Y cada persona libera 37 millones de bacterias cada hora, formando a su alrededor auras vivas que permiten identificarlos casi con el mismo detalle que un análisis de ADN.
Estos microbios están por todo nuestro cuerpo, pero tiene una especial relevancia la microbiota intestinal. Y, a veces, nos causan problemas. Por ejemplo, hace unas semanas se identificó una bacteria frecuente en el intestino humano como sospechosa de desempeñar un importante papel en el desarrollo de cáncer colorrectal. Y hace unos años se relacionó a dos tipos de bacterias del intestino con la depresión. Hay muchísimos estudios similares.
Por eso, la noticia que dábamos es tan relevante. Se trata de un trabajo que ha descubierto que el trasvase de bacterias entre personas cercanas es muy importante, como explica mi compañero Manuel Ansede:
«Esos diminutos inquilinos saltan de una persona a otra en enormes proporciones: dos convivientes comparten el 12% de las cepas de sus intestinos y hasta el 32% de su boca, incluidas bacterias asociadas a problemas como el cáncer, la obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares».
Habla de personas convivientes, lo que propició el chiste fácil del microbiólogo Brett Finlay: “Elige bien a tus parejas”. Pero también aplica a personas de nuestro entorno habitual, como compañeros de trabajo: compartir el 12% de tu universo intestinal con el cretino de Gutiérrez da un poco de repeluco, ¿verdad? Sobre todo porque no sabemos muy bien cómo se produce ese trasvase de bacterias con la gente del entorno. Y algo inquietante, que detalla la investigadora principal del Nature, Mireia Vallès:
“Lo que nos sorprende en general es que hay algunas bacterias de las cuales sabemos muy poco, que nunca han sido cultivadas, y que están en la parte más alta del ranking [de microbios compartidos]”.
En todo caso, la relevancia se la da el factor que comentábamos antes: esas bacterias que nos pasamos unos a otros, y que habitan en nuestro interior, a veces nos causan problemas como el cáncer, la obesidad, la diabetes y dolencias cardiovasculares. Males que calificamos como «no transmisibles» y que puede resultar que también son «transmisibles». Lo resume Finlay, pionero de esta hipótesis:
«Estos resultados realmente refuerzan el concepto de que puedes adquirir microbios potencialmente malos [causantes de enfermedades] de otras personas de forma transmisible. Esto nos hace replantearnos las políticas contra las enfermedades no transmisibles, que actualmente representan la mayor parte de la morbilidad y la mortalidad en todo el mundo».