Lo confieso, desde que leí la historia de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, todo lo que suena, o mejor, huele o sabe, a especias, me resulta de lo más evocador. Solo oír el nombre de la Compañía ya me lleva a imaginar rincones remotos y exóticos donde se entremezclan los intensos aromas del clavo, la pimienta, el cardamomo… Y una de mis favoritas, la canela.
Siguiendo el rastro de esta última, como hicieron en el pasado árabes, portugueses, holandeses y británicos, aterricé un buen día en Sri Lanka, pequeña isla del Índico de la que es original la canela. Aterrizar en Colombo, la principal ciudad, fue poco alentador pues, tras el largo vuelo para llegar, el ruido de las calles y el intenso y caótico tráfico me sumieron en algo parecido a la decepción. Sin embargo, esa sensación duró poco, pues para huir del enorme ajetreo, probé suerte en un sencillo restaurante local. ¡Ah, ahí todo cambió! Acompañado de un té autóctono, el arroz con curry me supo a gloria, me dio energía para dar un paseo que me reconcilió con la ciudad, y, sobre todo, revivió mis ganas de conocer este pequeño territorio que, como pronto descubrí, iba a colmar con creces mis expectativas. Busqué y encontré poblaciones con más encanto donde pasear resultara mucho más relajante. Empecé por la costera y sureña Galle, cuyo fuerte protege aún muchos edificios de la etapa holandesa; seguí por la montañosa Nuwara Eliya, donde los británicos recrearon un pedacito del Viejo continente con la intención de huir de los calores tropicales de la costa; y acabé en Kandy que, aunque bastante ajetreada también, esconde rincones donde evadirse del mundanal ruido. No en vano, la capital de las tierras altas es además el centro espiritual de este país profundamente budista. Como prueba, su Templo del Diente donde, me aseguraron los fieles, se guarda un incisivo de Buda. Como amante de la arqueología, tampoco puedo quejarme, pues ahí estaban para contentarme los interesantes restos de dos antiguas capitales, Anudharapura y Polonnaruwa, y la espectacular fortaleza de Sigiriya, encaramada sobre un peñasco de doscientos metros de altura en mitad de una selvática llanura. Quise disfrutar de la naturaleza y fue fácil. En el montañoso y fresco parque de las Horton Plains, donde la niebla es frecuente, pude caminar hasta el Fin del Mundo, un abismo de casi novecientos metros de caída y espléndidas vistas. En el parque de Minneriya me abrumó la cantidad de elefantes, mientras en otro espacio protegido, Yala, me sobrecogió el encuentro con un majestuoso leopardo. Para mí, que ya antes había buscado sin éxito a los parientes de este imponente felino en varios parques nacionales de África, supuso todo un acontecimiento. Por último, siendo isla, pude disfrutar de espectáculos con el mar de protagonista, como observar a las gigantescas ballenas azules o asombrarme con el desove de las tortugas marinas. Y ya puestos… una playa de arena blanca para tumbarme bajo los cocoteros. Y la encontré, por supuesto. En fin, ya no sé qué más pedir. |