«Este no lo podemos perder, ¿está claro, muchachos? Aquí hay que dejar la vida por los que la dejaron allá, ya saben dónde, somos once contra once y les vamos a pasar por arriba, ¿entienden?». La arenga la pronunció Diego Armando Maradona minutos antes del partido que enfrentó a su Argentina con la Inglaterra de Gary Lineker en los cuartos de final del Mundial de México de 1986. Ese «ya saben dónde» hace referencia, obvio, a la guerra de las Malvinas, un conflicto que dos años antes enfrentó al país sudamericano con el ejército británico y que se cobró la vida de más de 600 «pibes». Aquel discurso devino en un partido inolvidable y en dos tantos únicos: «la mano de Dios» y «el gol del siglo». Con motivo del Mundial de Catar, una cita marcada por la polémica, echamos la vista atrás y recuperamos el prólogo de «México 86. Mi Mundial, mi verdad», un libro escrito por el propio Maradona con la colaboración del periodista argentino Daniel Arcucci. «Me hace ilusión leer cómo Diego cuenta el gol» (así se titula el prólogo) lleva la firma de Víctor Hugo Morales, el narrador que se hizo eterno poniéndole voz al baile de Diego a los ingleses, y ofrece contexto sociopolítico sobre el genio que cambió la historia de un país a base de regates, goles y orgullo.
«Quiero llorar…». Esta narración es historia del deporte; Víctor Hugo Morales, la voz detrás de la pasión. Crédito: YouTube.
A los pocos metros de iniciar su patriada —era contra Inglaterra el asunto— la electricidad fue creciendo y, como se aprecia en el espacio un plato volador, el extraterrestre con su emblema convocó al pasmo más profundo que el fútbol hubiera provocado jamás.
Hay una especie de trinchera vista desde lo alto del estadio. Un surco en la tierra por el que avanza una potente luz a la velocidad de un cometa. Allá abajo, en el fondo de la olla del Azteca, en la penumbra, Maradona imita lo que a veces puede apreciarse en el cielo. La herida que abre en el azul misterioso un astro incandescente, ahora sucede en la Tierra. Allí va Diego con la bravura del que lleva el estandarte de su ejército en un ataque definitivo. Diego corre entre las laderas de colores ingleses, saltando trampas de piernas que buscan lo imposible. Y planta, como los escaladores en la cima, su bandera.
Valdano, que lo acompañaba desde muy cerca, contaría alguna vez que Diego atinó a pedirle disculpas por no haberle pasado la pelota. Le dijo que no pudo encontrar la forma. Valdano y los futboleros se preguntan aún cómo pudo advertir el detalle durante esa corrida memorable. En uno de los pupitres del palco de prensa, este cronista de los estadios subrayó la hazaña. «Es la jugada de todos los tiempos», dijo, y luego lanzó las pocas palabras, aquellas del barrilete cósmico, con las que viene remando hace treinta años arropada su carrera por el invento insuperado de Diego.
¿Cuántas jugadas pueden concebirse en la inmediatez de la acción? ¿Qué veía el artista? El número de errores que se arriesgaba a cometer, desde el inicio hasta el portero inglés, es infinito. Las variantes que el relator imaginaba, entre cientos de colegas apretujados, ofrecían un sumario tan amplio que fue abandonando la narración convencional.
«Genio, genio, genio», eran las modestas palabras que acompañaban al intrépido que se iba a lo más alto del mundo, por la cicatriz que abría en el césped… ¿En qué momento decidió Maradona enfilar hacia el arco? El jugador avanza mirando la pelota, pero ¿cuántas piernas, cuántos metros cuadrados de terreno, abarca su visión periférica? Pudo enganchar, frenar, ir hacia el costado, rematar desde lejos. De mil formas la jugada pudo ser una entre billones.
El coraje, la intuición, un Dios detrás del Dios, afirmaría Borges, la hicieron única, definitiva y eterna. Maradona dejó la pelota en el fondo del arco de los ingleses cuando ya la foto era la de la impotencia y la incredulidad.
«Quiero llorar», decía con el puño apretado quien firma este prólogo, lanzado sobre el pupitre, envuelto en cables y auriculares, mientras Maradona se desplazaba hacia un costado de la cancha para celebrar la conquista.
El cuerpo lanzado al placer del grito. El desvarío de una mente que se queda en blanco como si una nube estallara dentro de los párpados cerrados. No fue sólo la jugada. Las emociones de varios años entraron por el pequeño embudo de la razón. Era la hazaña de Diego, del amado Diego de los futboleros. Era el pase a las semifinales del Mundial. Era contra los ingleses y cientos de pibes que lo hubieran gritado no podían hacerlo, apagadas sus voces cuatro años antes en las heladas tierras de Malvinas. Ocurría en un escenario adverso. Y era la más bella, osada, corajuda e inventiva de las películas que el fútbol había producido en toda su historia.
Era la hazaña de Diego, del amado Diego de los futboleros. Era el pase a las semifinales del Mundial. Era contra los ingleses y cientos de pibes que lo hubieran gritado no podían hacerlo, apagadas sus voces cuatro años antes en las heladas tierras de Malvinas.
Treinta años después, el hombre no consigue empobrecer aquella marca. Salta más, corre más rápido, es más resistente, el universo mismo se expande hacia más infinito. Pero con Maradona, no se puede. El asunto es bien complejo: hay que tomar la pelota en el campo propio, esquivar a cuanto rival se le oponga, enfrentar al arquero y dejarla atrapada en la red. Tiene que ser en un Mundial.
Ya que fue citado Borges, autor del cuento «La biblioteca de Babel», aquella que fabulaba con todos los libros posibles, ha de establecerse que en el fútbol Diego hizo posible todos los volúmenes que pueden escribirse del deporte al que exaltó como nadie.
He ahí, en una jugada, el libro de la intuición, el de la osadía, el de la habilidad, y así los del coraje, la fortaleza, la picardía, el genio, la memoria y cuanto sea concurrente a la biblioteca del fútbol.
22 de junio de 1986. Estadio Azteca. Cuartos de final del Mundial de México. Diego Maradona, el eterno 10 de Argentina, celebra su segundo gol contra Inglaterra. El partido acabaría 2 a 1 a favor de la selección albiceleste. Crédito: Getty Images.
Cuando iban hacia la cancha caminando en doble fila de jugadores, la arenga de Diego era persistente. Los compañeros recuerdan al capitán que les señalaba de dónde provenían los rivales de ese día. No eran académicas las expresiones. Es el libro del potrero, con su desafío. La desfachatez del que no parece preocupado en el andar marcial hacia una cita que resume la vida de un grupo de hombres. La incitación a la intrepidez, a dar el salto o caer en el vacío. No sabía aún que cuanto les decía a los hombres que comandaba se haría realidad en la conjunción de malicia y arte desplegados por él mismo en las acciones decisivas del partido más emocionante de la historia argentina. Si hubiera dicho «a estos les ganamos como sea», allí estaba el gol con la mano. Si la expresión fue que había que mostrarla calidad del fútbol del país, allí estaba la jugada que no necesita precisiones cuando se dice «la del gol a los ingleses». Sus compañeros no pueden ofrecer textualidades. O quizá sean demasiado fuertes. Pero sostienen que Diego hablaba y hablaba.
Me hace ilusión leer cómo Diego cuenta el gol y ese partido. El Mundial del 86 fue la consagración de un genio que sabía cuánto dependía el reconocimiento de la historia de ese paso por el campeonato del mundo. Eso convierte a la epopeya en una expresión aún más esclarecedora de su grandeza. No fue al amparo de lo imprevisible que es la vida que construyó al mito. Maradona era consciente de su reto. Era un duelo que se preveía. Un asunto de ser o no ser, ante la mirada de todo el mundo. Estaba obligado a dar la talla de una fama a la que todavía le era retaceada la frase del reconocimiento universal. Se preparó como un Rocky Balboa, se ofreció a sí mismo la perfección de su propio cuerpo cincelado en un sacrificio que podía terminar en la nada si no levantaba la Copa. Así de cruel es la vida cuando aún se es el retador. El plano corto de la carrera hacia la pelota del gol con Italia es una secuencia perfecta para demostrar hasta dónde había escalado en su aspiración de ser el mejor. En la forma en que supera la marca, igual a un velocista en los cinco metros finales. En el salto perfecto y armónico para buscar el pique de la pelota arriba, sin esperar la comodidad de que le cayera en el pie. El sentido artístico de su fileteado en la definición.
29 de junio de 1986. Estadio Azteca. Argentina toca el cielo tras vencer 3 a 2 a Alemania Occidental en la final del Mundial de México. Maradona, líder indiscutible del bicampeón (tras el Mundial celebrado en Argentina en 1976), levanta la copa a hombros de sus compañeros. Crédito: Getty Images.
Es más cómodo a lo humano que no haya una gran expectativa sobre la tarea a cumplir. Ser depositario de la esperanza de millones de personas, en la cita más esperada y temida, es una mochila imposible para los comunes. Pero Diego adelantó que sería el dueño del Mundial y cargó sobre sus hombros la promesa a un país que debía demostrarse ahora que podía ser campeón en cualquier parte, y abastecer sus vitrinas en los tiempos de la democracia. Esa era la meta y si se fallaba el que más explicaciones tendría que ofrecer no sería otro que Diego.
Ha puesto el pecho siempre cuando se trató de jugarse por los demás sin separarse de su origen y su rebeldía. Conciencia de clase que no desdibujaron los castillos y los príncipes que lo convocaron. Pertenecía a su condición de jugador antes que a nada. La oscuridad del atardecer en los potreros como una postal de sus sueños.
Pero ser Maradona es aún lo que tenemos por descubrir cuando él cuenta su historia. Me apresto al disfrute de los lectores, quitando el velo a los tramos de su vida que sólo conocemos en la superficie. Él ante el espejo, la historia, la vida, los compañeros, los técnicos, los adversarios, los estadios, los arqueros, los fotógrafos, hasta quedar de cara a la tribuna como preguntando, al cabo de alguna hazaña, ¿qué más quieren?
Quizá Diego no pueda decir de sí mismo quién es el hombre que cautivó en el programa De Zurda a la audiencia de América toda, durante el Mundial de Brasil. La emisión de Telesur no tenía los goles ni las jugadas del Mundial, pero estaba la magia de Maradona. Con sus amigos, su sonrisa y sus peleas con la FIFA corrupta a la que siempre combatió, aun a despecho de todo lo que le quitaban a cada paso, construyó una cita de amor con los telespectadores del continente.
Diego adelantó que sería el dueño del Mundial y cargó sobre sus hombros la promesa a un país que debía demostrarse ahora que podía ser campeón en cualquier parte, y abastecer sus vitrinas en los tiempos de la democracia.
Allí, más en el primer plano, pude apreciar lo difícil que es ser Maradona, el hombre que con la mejor playa del mundo a pocos metros, no tenía el derecho a mojarse los pies en el mar. Pero también la forma cordial de sobreponerse a esa exigencia brutal que no le da tregua, en su relación con los trabajadores de la televisión. El respeto, la cordialidad, la generosidad de Diego ganaron el corazón de las decenas de argentinos y venezolanos que componían el equipo. El hombre, perseguido por la polémica y las confrontaciones, no dejó registrado en un largo mes, de horas de convivencia, un solo gesto de impaciencia o de reproche. Sabía, como cuando salía a la cancha, que ese era su equipo. La última noche, todos esos profesionales entrenados desde atrás de las cámaras y los cables para saber quién es quién entre los divos, le presentaron a Diego la ofrenda de una amistad y gratitud que se convirtió en la postal inolvidable de aquellas semanas.
Persignándose antes de salir al aire, humilde ante cada sugerencia de los cámaras y directores, o tirando córners en los asados a los perplejos arqueros que veían cómo la pelota entraba exactamente por donde él lo anunciaba, la figura de Diego no cesó de crecer en el cariño de quienes lo rodeaban, extasiados ante la experiencia.
Porque allí, en la verdad de la convivencia, ya no era solamente el que camina en doble fila con los ingleses diciendo que este partido, como ningún otro, «este no lo podemos perder, ¿está claro, muchachos? Aquí hay que dejar la vida por los que la dejaron allá, ya saben dónde, somos once contra once y les vamos a pasar por arriba, ¿entienden?». Y, camina, con un banderín en la mano y un país detrás.