No recuerdo la hora exacta de la velada, pero sí que el Oudergracht de Utrecht vibraba ajeno al fin del mundo. En muchas ciudades del centro y norte Europa sucede un fenómeno extraño cuando llega el verano: los anocheceres tardíos descompasan los biorritmos, aumentando la serotonina local y la desubicación del forastero. O al menos, a eso le achaco yo esta desorientación transitoria. La cuestión es que ahí estaba yo, abriéndome paso entre las terrazas que abarrotan los antiguos muebles del canal, buscando un restaurante novísimo que combina la música a todo trapo con la cocina caribeña. Es decir, una discoteca con mesas altas y unas alitas de pollo picantes. Las antípodas de Países Bajos.
En uno de esos instantes indeterminados dejé de enfocarme en sortear mesas de colores y camareros corpulentos para fijarme en el canal. La luz, el fin de ese horror vacui barullero y la belleza indiscutible de este rincón de la ciudad me dio paz. Y, de repente, sobre el agua aparecieron dos seres inesperados, inéditos, casi mitológicos, que rápido inmortalicé y compartí en un stories en mi Instagram. Pero no, aquellas criaturas no se merecían solo la gloria de lo efímero. Eran mucho más. Aquella era mi primera tarde en esta urbe neerlandesa, un destino que visitaba con el objetivo de realizar varios reportajes como el que publicaremos esta semana, pero que en este enlace os avanzo en exclusiva. El gancho del mismo es lo que va a suceder a partir de este viernes: Utrecht va a acoger el final de las dos primeras etapas de la Vuelta ciclista a España y, gracias a ello, se va a convertir en la primera ciudad del mundo en acoger la salida de las tres grandes rondas por etapas del ciclismo internacional: Giro de Italia, Tour de Francia y la competición española. Un hito que en esta localidad de 360.000 habitantes tienen asumido como un acontecimiento histórico. Y no es por la afición por este deporte, sino porque es la guinda a un proyecto que llevan décadas poniendo en marcha: convertirse en la capital mundial de la bicicleta. A día de hoy no hay ranking que se le resista. Sin ir más lejos, es la mejor ciudad para moverse en bicicleta del mundo, posee el parking de bicis más grande del planeta así como la intersección ciclista más concurrida de La Tierra. Los datos recogidos por diversos organismos locales arrojan cifras tan impresionantes como que el 94% de la población de Utrecht tiene una bicicleta o que diariamente se realizan 100.000 desplazamientos a pedales. Incluso acomete premiados proyectos de renovación de canales con el carril bici como elemento indispensable. Encuestados en diversas ocasiones, los habitantes de esta localidad aseguran que el principal motivo de elegir este modo de transporte transciende a lo meramente económico o medioambiental. El objetivo número uno es el de airearse, el de oxigenar el cerebro antes y después de cualquier tarea, eliminando el estrés del coche o la puntualidad que exige el transporte público colectivo. Una infinidad de conclusiones y estadísticas asombrosas que no es casualidad. Todo proviene de un reseteo que se propuso la municipalidad en los años 80 y que explico con detalle en el reportaje antes enlazado. Pero, en resumen, lograron a través de a transformación urbanística ciclo centrista que Utrecht dejara de perder habitantes y, sobre todo, talento. Una ciudad habitable es un atractivo más eficaz y perdurable que muchos incentivos fiscales o muchas otras libertades. Y todo eso se contagia al visitante de muchas maneras. No solo porque un destino feliz es un destino mucho más irresistible, sino porque hace que pedalear por la ciudad sea una experiencia tan autóctona como entrar en una iglesia o degustar según qué quesos. Porque, ¿no viajamos acaso para ser parte de otro todo, para experimentar otra vida bajo otras circunstancias? En aquel viaje pedaleé muchos kilómetros pero, sobre todo, hice que cada trayecto fuera una pequeña aventura camaleónica y francamente satisfactoria. Yo poco sabía aún sobre todo esto cuando aquella tarde de verano caminaba por el Oudergracht. No me imaginaba lo mucho que iba a conectar con la ciudad. O, mejor dicho, lo singular que iba a ser este modo de conectar con ella. Apenas estaba engrasando mis las pupilas, aterrizando en una postal tan idílica como inesperadamente ruidosa. Por eso, cuando vi aparecer aquellos dos engendros casi míticos sin poder entender bien su enorme relevancia todo me resultaba confuso. Ni siquiera fui capaz de ponerle nombre a esos ingenios cuando mi amiga Joana me cuestionó sobre ellos por mensaje directo. Era una especie de máquina perfecta e inédita. Una bicicleta acuática, sustentada como un catamarán sobre dos cascos ligeros pero que funcionaba, literalmente, a pedales. Fue solo un instante, una anécdota, pero con los meses he llegado a comprender que los canales eran el único territorio por conquistar para las bicicletas en Utrecht. Y sí, aunque esto de las water bikes sea una turistada, la metáfora que sintetizan es perfecta. |