La democracia de Alfonsín no pudo superar el estadio carismático. Regresó la libertad, pero no se comió, ni se educó, ni se curó. Es la acechanza actual.
Licenciado en Sociología, Universidad de Buenos Aires. Fundador y director de Poliarquia Consultores. Analista político e investigador social. Ex columnista semanal del diario La Nación. Miembro de número de la Academia Nacional de Periodismo. Ex profesor titular regular de la UBA.
Afines del año próximo, coincidiendo con la elección presidencial, se cumplirán cuarenta años de la recuperación de la democracia. Constituye el lapso más extenso de vigencia del sistema en nuestra historia. Acaso por la proximidad de esa conmemoración empiezan a evocarse personalidades y acontecimientos de aquella época, que generan interés, nostalgia y polémicas. En estos días, la película Argentina, 1985 de Santiago Mitre y la biografía Raúl Alfonsín: el planisferio invertido, de Pablo Gerchunoff coinciden en la recuperación de aquel tiempo, inolvidable para los que lo vivieron y seguramente atrayente o exótico para los jóvenes, que lo contemplan desde una contemporaneidad abrumadora e instantánea que relega el pasado.
Más allá de sus aciertos y errores, estas obras nos interesan como incitaciones para meditar acerca de los dilemas, las virtudes y los equívocos que atravesaron las últimas cuatro décadas. No se trata de reflexionar sobre el pasado, sino de elaborar una hoja de ruta para el futuro de una sociedad sin esperanza y de una clase dirigente asediada por el rechazo. Muy distinto a lo que sucedía en 1983. Raúl Alfonsín, con sus luces y sombras, es tal vez el significante apropiado para esta búsqueda, asumiendo que vivimos una época muy distinta a la de sus hazañas.
Punto de inflexión. Para los que vivieron ese tiempo, tanto la película como la biografía son un motivo para recordar el cambio profundo sucedido en la sociedad y en sus vidas. Para los que no lo vivieron, es la posibilidad de conocer la experiencia del tránsito dramático de la dictadura a la democracia, de la opresión a la libertad. Aunque las inflexiones históricas, ligadas con “acontecimientos-ruptura”, deben ser tomadas con pinzas, lo que ocurrió en la Argentina cuarenta años atrás dividió férreamente el presente del pasado y se proyectó al futuro con suficiente solidez, a pesar de sus limitaciones, como para batir un récord de sobrevivencia. “Amar es durar” decía el poeta Rainer Rilke.
Arrojo, valentía e ideales. Las tensas noches de los primeros tiempos del gobierno de Alfonsín que evoca Gerchunoff, eran horas de miedo, apenas matizadas por una cuota módica, pero indispensable de valentía. Lo mismo ocurría con las aprensiones de los que impulsaban el Juicio a las Juntas, como lo muestra la película de Mitre. Alfonsín, abogado que interponía habeas corpus para presos políticos era, en cierta forma, un sobreviviente, como lo fue Hipólito Solari Yrigoyen, apenas herido por milagro en un atentado, pero no así Mario Amaya, correligionario asesinado por la dictadura. Frente al miedo a morir el único antídoto son los ideales. Ellos sustentan el arrojo, una virtud que asume el riesgo y lo supera. No es idealización llamar heroicos a estos comportamientos.
Democracia fundacional. Para los que la forjaron, no solo radicales sino también peronistas, socialistas, demócratas cristianos y otros, la democracia no se limitaba a una organización formal, aunque ésta garantizara la división de poderes y la participación electoral. Era un proyecto de redistribución simbólica y económica de los bienes. En términos del último Bobbio, podría decirse que la democracia recuperada se orientó hacia la izquierda, si por ella se entiende una vocación por la igualdad económica y jurídica. Entre nosotros, Roberto Gargarella vuelve a plantear hoy esa crucial exigencia: la democracia debe ser una conversación entre ciudadanos con iguales oportunidades, bajo el supuesto de una dignidad moral que los equipara.
Estado y mercado. La imbricación de política y economía, y la orientación progresista de los padres fundadores del 83, amplificó durante estas décadas el conflicto clásico en torno al papel del Estado y de la economía privada, a sus cuotas de poder y a su capacidad para organizar la vida social. Así, la sucesión de Alfonsín a Menem fue otra vuelta de tuerca: la democracia rimaría por una década con el mercado, postergando al Estado. Éste regresaría con fuerza bajo los Kirchner, para inclinarse ante el declamado liberalismo económico de Macri. Después de cuatro décadas, los niveles de pobreza e indigencia, el opaco desempeño exportador, la altísima inflación y la deuda pública, atestiguan que ninguna de esas orientaciones resolvió el problema.
Pueblo y república. Superpuesto con la polémica entre Estado y mercado se ahondó la fisura histórica entre los defensores del pueblo y los custodios de la república. Unos convencidos de que había que valerse del Estado como herramienta en la lucha del pueblo contra sus enemigos; los otros, reivindicando la división de poderes y la prensa independiente como si alguna vez se las hubiera efectivamente cancelado. Embelesados por sus abstracciones, estos partidos implícitos terminaron restableciendo dos antiguos relatos enfrentados e irreconciliables: el republicanismo liberal y el populismo estatista.
La conciliación inalcanzable. La democracia alfonsinista no pudo superar el estadio carismático. Regresó la libertad, pero no se comió, ni se educó, ni se curó. Las persianas de las fábricas nunca fueron levantadas del todo. Naufragó la igualdad soñada. El entusiasmo efímero y la frustración se alternaron al ritmo de un ciclo económico que proyecta al país hacia adelante para volver a dejarlo en el punto de partida. Como lo advirtió Ralf Dahrendorf en la década del noventa, la impotencia de los gobiernos democráticos para conciliar el desarrollo económico con las libertades políticas abriría el cauce a los ajustes severos y los nuevos autoritarismos. Esas son las acechanzas actuales.
Los héroes ausentes. En su lectura del Facundo, Oscar Terán hace una observación paradójica: el verdadero héroe del libro sobre la civilización es un bárbaro. Hasta allí lo eleva Sarmiento a Quiroga con sus elogios. De ese modo, impide una solución dialéctica, que sintetice los términos antagónicos. Arriesgaremos una opinión polémica: esa falta atravesó la política argentina desde que Alfonsín y los suyos declinaron. Ellos fueron héroes de la civilización antes que artífices de una democracia voluntarista cuyos propósitos de equidad no podrían cumplirse.
¿Existirán los sucesores de esta estirpe, capaces de resolver con lucidez y sensibilidad social lo que no pudo la voluntad carismática, ante la barbarie que predica la mercantilización de la sociedad, el shock salvaje o la prepotencia, ya anacrónica, de un Estado paternal?
Esta pregunta cierra la meditación, aguardando, con el realismo de lo imposible, que alguien recoja el guante de la historia.
*Analista político. Fundador y director de Poliarquía Consultores.